Reseña de la tertulia de la FPS, 1 de febrero de 2022
Desgracia, J.M. Coetzee
En el contexto de una tertulia literaria, hay sesiones ganadas de antemano. Son ocasiones en que el moderador está convencido de lo acertado de su elección. En un doble sentido. Sabe que el título escogido es bueno y sabe que va a gustar a la mayoría de las lectoras, incluidas aquellas que, por un motivo u otro, no llegarán a asistir.
Es el caso de esta novela. Sí, porque aunque sólo fuese por la cantidad de asuntos interesantes, de temas de fondo que aborda, ya merecería la pena leer el libro del autor sudafricano. Quizá por eso, al principio del encuentro, el coordinador recordó a sus contertulias que Desgracia trata sobre las consecuencias del Apartheid, el racismo, el machismo. el elitismo, la violencia de género, la responsabilidad legal y la responsabilidad moral, el maltrato de animales o la eutanasia en seres vivos.
Es cierto que la literatura no consiste en eso. El hecho de que un relato de ficción se desarrolle en un marco rico en cuestiones históricas, políticas o sociales susceptibles de debate, pendientes de resolver, no es en sí mismo un valor literario y, sin embargo, a menudo ese aspecto puede justificar primero una lectura y más tarde un coloquio sobre ella.
Vayamos en todo caso a lo artístico, a lo estético. Y es que, como se sugiere más arriba, no va a hacer falta escudarse en lo temático para defender el título de la última tertulia. Como también advirtieron las lectoras, la peripecia de David Lurie es, antes que nada, una narración rica en matices de toda clase, llena de esos ingredientes propios de la gran literatura.
Un primer punto con el que se topa el lector, y que enseguida destacaron Carmen Cueto y María en sus comentarios, es el uso del presente. Ese tiempo narrativo permite al autor conseguir varios efectos. Por un lado, hace que el lenguaje sea sobrio, conciso, despojado de expresiones retorcidas, adornadas o metaforizadas que acostumbran a ir asociadas al pretérito. Es algo habitual en Coetzee, una forma pulcra que también encontramos en sus libros autobiográficos Infancia y Juventud. Es algo que él mismo, en una de sus cartas a Paul Auster, menciona bajo el término estilo tardío, y cuyo mérito mayor es que, siendo una estructura lingüística elemental, es capaz de profundizar, de decir muchas cosas entre líneas, le basta a su autor para tratar asuntos de mucho calado.
Pero hay otro objetivo más allá del presente. Este tiempo verbal genera en el lector la impresión de que tanto el narrador como su personaje principal están conociendo la historia al mismo ritmo que él, están viviéndola a la vez. En definitiva, que los tres disponen en todo momento de la misma información. Y eso a pesar de que la novela está escrita en tercera persona, es decir, por una voz omnisciente.
Otra de sus virtudes literarias es que logra algo que ya subrayaba Albert Camus en relación con la tragedia como género teatral, esto es, el hecho de que «todos los personajes tengan razón». Gracias al contexto y a las situaciones descritas, a los matices y a la ambigüedad de los comportamientos, afanes e intereses de aquéllos, el lector de Desgracia entiende los motivos que les mueven, queda persuadido por la coherencia que existe entre sus caracteres, sus circunstancias, sus impulsos y sus acciones. Ese correlato se sostiene y, por tanto, permite la compenetración entre obra y lector.
Claro, eso no significa que los aplauda ni que los perdone, que los justifique o que simpatice con ellos. Pero es que la literatura no pretende lograr nada de eso, su calidad no depende de que se genere ese tipo de afinidades. Y quizá por ese malentendido que se da a menudo en la lectura de ficción, por el cual el lector confunde al autor con sus personajes, Carmen, la jurista, no conectó con el libro. Dado que, desde un principio, su protagonista le pareció despreciable, ella dejó que esa antipatía se convirtiese en prejuicio contra él antes de tiempo, antes de «escucharle», antes de que su relato se desarrollase hasta el final.
Y es ahora, en este punto, donde debe mencionarse a Lucy, la hija de David Lurie. He ahí, en ese personaje y en su aparición, donde la novela cobra todo su sentido, se ensancha volviéndose inmensa. Porque con Lucy, pero también con su granja y su capataz Petrus y, sobre todo, con lo que va a suceder, la historia alcanza su hondura necesaria, su riqueza de connotaciones, su nivel simbólico, su «horizonte trascendental». Es entonces cuando se produce la gran ironía, el destino paradójico que supone la contraposición entre el pasado reciente de Lurie en Ciudad del Cabo, su episodio vergonzoso con Melanie Isaacs, y la desgracia/vergüenza de su hija, que es también la suya, que es también el escarmiento y el castigo de David. Es entonces cuando se despliega ante los ojos del profesor universitario la nueva Sudáfrica nacida del final de Apartheid, un país real, no teórico, así como el nuevo reparto de roles, de derechos y obligaciones, de culpas y cuentas pendientes, el nuevo equilibrio y juego de relaciones. En definitiva, un universo diferente que Lurie va a tener que asumir poco a poco aunque sea de mala gana.
Sí, es cierto que fue esto, todo lo que desencadena la figura de Lucy, lo que desconcertó a Natalia y a Carmen Cueto, y, sin embargo, fue eso mismo, en lo que respecta a la profundidad y a la complejidad reflejadas en sus escenas, diálogos y reflexiones, lo que hizo que la novela les gustase a pesar de todo, como también a Cristina, a Olga y a María. Y, curiosamente, fue eso lo que permitió a Carmen, nuestra abogada, leerla de un tirón la víspera de la tertulia.
Y es que la buena literatura siempre nos sacude un poco, nunca nos deja indiferentes.
Ignacio Lloret, 12 de febrero de 2022