Reseña de la tertulia de la FPS, 26 de abril, 2022

La guerra no tiene rostro de mujer, Svetlana Alexiévich

A veces, a la hora de proponer la siguiente lectura para una tertulia, la actualidad presiona de manera especial, es tan imperiosa que acaba imponiéndose. Eso nunca llevaría al coordinador a elegir cualquier libro, a rebajar la exigencia de calidad, no debe caer en esa trampa. Sin embargo, como ocurre a menudo en otros asuntos de la vida, aquí se ha dado una convergencia de intereses, una confluencia feliz entre la coyuntura y el gusto particular del moderador. Así ha sucedido con la obra de Svetlana Alexiévich, autora bielorrusa galardonada con el Premio Nobel 2015, ha pasado que la guerra de Ucrania ha hecho más oportuna que nunca la lectura de una escritora que, por lo demás, es una de las favoritas de aquél.

A pesar de todo, no ha sido una propuesta fácil. No, porque, como destacaron Gaby y Cristina en nuestro último encuentro, La guerra no tiene rostro de mujer es un libro duro, lleno de pasajes cuya crudeza acaba afectándonos en mayor o menor medida. Dado que nadie quiere pasar un mal rato de modo gratuito, lo decisivo en este caso es que los valores literarios, la capacidad emocionante de esta obra pesa más que el resto de impresiones.

La primera virtud de la misma tiene que ver con su esencia. Siempre conviene saber a qué clase de libro nos enfrentamos. En ese sentido, resulta muy acertada la definición que emplea la propia Alexiévich, el término con el que se refiere al género literario de sus obras: Novela de voces.

En La guerra no tiene rostro de mujer estamos ante un conjunto de testimonios de mujeres soviéticas que lucharon por su país en la Segunda Guerra Mundial, que colaboraron en su defensa frente a la invasión nazi de 1941.  Esos testimonios de artilleras, zapadoras, francotiradoras, tanquistas, partisanas, mecánicas, cirujanas, enfermeras, etc, fueron recogidos por la autora a lo largo de varios años a través de cientos de entrevistas personales, y fueron más tarde transcritos, reelaborados y transformados por ella en pequeñas historias.

Natalia destacó el trabajo periodístico, ese gran proyecto documental que Alexiévich empezó en su juventud, en el que aún sigue empeñada y que, en cierto modo, va publicando por entregas con cada libro, con cada novela de voces que da a conocer. Sin restar ningún mérito a esa labor por la que Svetlana ha recabado tanta información útil, tantas muestras de la llamada «intrahistoria soviética», no debemos olvidar que el valor añadido en el orden artístico se produce en un estadio posterior, en el momento en que la autora, movida por una inquietud estética, por un desafío estilístico, trasvasa todo ese material a otro código, a su propia prosa, a un lenguaje capaz de combinar el rigor con la ternura, la fidelidad a lo factual con la belleza expresiva. Y es que, contra lo que pueda parecer, su tarea no se limita al volcado de las conversaciones grabadas, de los relatos escuchados, sino que consiste en dotarles de una forma, en construir a partir de ellos un discurso coherente, entendible, una narración escrita que, siendo fiel al testimonio original de cada mujer, vaya más allá de él al convertirlo en un artefacto conmovedor.

Un segundo elemento a subrayar aquí tiene que ver con eso. En un ejercicio metaliterario, en una especie de Work in progress guiado por la honestidad, Alexiévich comparte con el lector todo su proceso creativo. En las primeras páginas nos cuenta la búsqueda de una voz narradora para su libro antes de iniciarlo, de una manera de contar la guerra, de un método concreto para mantener la veracidad de lo que va a oír, para no traicionar la autenticidad de lo que las protagonistas van a revelarle. A este respecto, se reconoce deudora del escritor bielorruso Alés Adamóvich. De él aprendió una forma de dar énfasis a lo humano, a lo singular, de salvar lo valioso dentro de un contexto caracterizado por los grandes acontecimientos, por los hechos impresionantes, en el ámbito de un proyecto literario amenazado por el riesgo de ahogar lo pequeño en la inmensidad de lo histórico, de asfixiar los destinos individuales en el marasmo de las proezas y hazañas colectivas.

Y, claro, lo expuesto hasta ahora nos lleva a una idea esencial en literatura, decisiva en esta obra, al concepto doble de selección y montaje. En relación con el trabajo periodístico mencionado más arriba, cabe imaginar cómo de él debió de resultar una cantidad enorme de material, un volumen de «voces» muy difícil de manejar. Es ahí, es entonces cuando la autora demuestra otra de sus destrezas, la habilidad para cribar, para desechar, para discriminar según criterios como el tipo de profesión de la mujer, su papel en la contienda o el propio contenido de su relato, entre lo importante y lo superfluo, entre lo relevante y lo anecdótico, entre lo ya aportado por otros y lo novedoso en ella. Quizá por eso, porque  la selección de la escritora no es perfecta, Olga, a la hora de exponer su opinión sobre la lectura, de explicar sus impresiones sobre lo leído, quiso diferenciar entre la «parte bélica», todo lo relativo a armas y tácticas militares, a la descripción de batallas y estrategias de combate, que le había parecido menos interesante, y la «parte sentimental, emocional», que le había gustado mucho.

Por otro lado, debe considerarse también que esa tarea previa de Svetlana no se agota en la acción de escoger o rechazar, la trasciende en el instante en que, una vez elegidos los testimonios, aquélla se dedica a ordenarlos, a asignarles un lugar en el libro, una posición y una función dentro del hilo narrativo, en definitiva, a conformar con ellos una estructura determinada que va a ser la responsable de lograr un efecto en el lector.

Ah, pero no cometamos el error de olvidar las historias, todo lo que se narra con delicadeza en La guerra no tiene rostro de mujer. Lo bello y lo doloroso, lo trágico y lo cómico, el mundo de los ideales y el de los afectos. En esos confines donde unos aspectos son el contrapunto necesario de otros, se enmarcan las peripecias de todos los personajes de Alexiévich. De la mujer que acompañó a su marido al frente y que lo perdió allí pocos días antes de la Victoria; de la joven madre que tuvo que ahogar a su hijo en un pantano para que el enemigo no descubriera al grupo de partisanos escondidos en el bosque; de la enfermera que retiraba los miembros amputados de los soldados como bebés recién nacidos. Pero también de la chica que usaba los huevos para lustrarse las botas, la que empleaba piñas como rulos para el pelo o la que se alegraba cuando le dejaban ponerse bragas en lugar de los calzones de hombre.

Y ahí, en el largo compendio de tribulaciones recogidas en este libro, existe un denominador común, un rasgo que despertó enseguida la simpatía de Carmen Laparte, con el que nuestra contertulia se identificó desde el principio: el matiz femenino. Porque, más allá de formas y formatos, de técnicas y estructuras narrativas, este híbrido de reportaje y ensayo, de entrevista y relato, trata de cómo vivieron la guerra todas las mujeres implicadas en ella, cómo reaccionaron ante la llamada de la Patria, cómo se comportaron una vez inmersas en la experiencia. Trata de cómo la Mujer, con mayúscula, adopta una actitud peculiar en las distintas situaciones a las que se ve abocada, de cómo se enfrenta a la vida con un espíritu propio, con un ánimo diferente.

Ignacio Lloret, 2 de mayo de 2022