Reseña de la tertulia de la FPS, 14 de marzo, 2022
Primera persona del singular, Haruki Murakami
Uno de los desafíos del moderador en cualquier tertulia literaria es desconcertar a las lectoras con la lectura propuesta. O, mejor dicho, que sea ésta la que las descoloque. Sí, porque los otros libros, esos que ellas acostumbran a leer por su cuenta, las dejan casi siempre en el mismo sitio, o en un lugar muy parecido al suyo. Por mucho que sus tramas las trasladen durante un rato a paisajes exóticos o a escenarios truculentos, esas obras no las llevan demasiado lejos en lo relativo a forma y a estructura, a lenguaje y a mecanismos alternativos de persuasión, no las perturban lo suficiente.
Una prueba de ese desconcierto positivo la aportó María cuando, nada más empezar la ronda de comentarios, dijo que la asustaba un poco el mundo extraño donde se desarrollan estos relatos de Murakami. No se refería sólo a la atmósfera enrarecida en la que el autor japonés los ambienta, sino también a las propias historias narradas, en las que a menudo afloran esos elementos fantásticos tan habituales en Kafka.
Pero de eso se trata en literatura. El asunto consiste en que el escritor arrastra a sus lectores a un artificio argumental y formal distinto de otros, peculiar en la medida de lo posible. En definitiva, lo que desea es conducirles a un espacio donde no hayan estado antes.
Para lograrlo, estos cuentos arrancan con un engaño general, se disfrazan de una voz seductora. Al adoptar, por una parte, la primera persona del singular y al incorporar, por otra, algunos datos reales del autor, consiguen que el lector emprenda la lectura en un clima de confianza, se sumerja en sus páginas con comodidad. Sin información previa que pueda ponerle sobre aviso, cree que está ante un libro autobiográfico donde el autor va a partir de una serie de hobbies propios, aficiones o actividades a las que ha dedicado tiempo en su vida, para contar después anécdotas relacionadas con ellos. En ese sentido, el hecho de que todo sea japonés y transcurra en Japón, a miles de kilómetros de su realidad geográfica y cultural, supone sólo un pequeño inconveniente para el lector, es una pega menor que acepta porque es algo inherente a la literatura.
Entonces se produce el quiebro. Sin que el lector lo advierta, Murakami introduce un cambio de agujas, pasa a una vía diferente. La voz narradora sigue siendo la misma y, sin embargo, el texto se adentra en el terreno de la ficción. Quizá sea en ese momento cuando el relato empieza a provocar desasosiego, ese ligero malestar que mencionaba María. Sí, porque lo que parecía la crónica de una tarde de concierto se convierte en un encuentro enigmático entre el protagonista y un viejo filósofo, ese pasaje de Flor y nata que tanto disfrutó Mayte. Lo que parecía un recuerdo de juventud en plena beatlemania de los años sesenta acaba siendo un diálogo entre el narrador y un joven extravagante con lagunas en la memoria. Lo que parecía la narración de una breve estancia en un balneario de aguas termales se convierte en una conversación sobre el amor entre el personaje y un mono entrañable, ese momento sublime que Olga no olvidará jamás.
Y la cosa no termina ahí. Otro de los aspectos que despista al lector, que a lo mejor dio esquinazo a Anna, a Carmen Laparte y a Carmen Cueto, es el modo en que los textos se desdoblan en capas, la manera en que van desplegándose en varias líneas argumentales como una oración principal que se abriese en una cascada de frases subordinadas antes de cerrarse del todo. Quizá, más que despiste, lo que le ocurre al lector es que nota una especie de ansiedad al no saber si ya ha llegado al hilo central, al núcleo de la historia, y al mismo tiempo cierto mareo al verse sacudido adelante y atrás por los vaivenes del relato.
Pero aquí no hay nada fortuito. Eso que puede parecer desorden narrativo, el saltar de asunto a mitad del mismo, responde en realidad a un montaje premeditado del autor, a una estructura de collage consistente en solapar tramas con el fin de crear una impresión de conjunto. Y, si bien es verdad que algunos fragmentos tienen un exceso de retórica, como acertaron a ver Cristina y Carmen Cueto, esa escritura algo recargada queda compensada por los finales poéticos de los relatos Áspera piedra, fría almohada o Carnaval, como destacó Natalia.
Ah, por no hablar del candor, de la ingenuidad, de ese tono humilde que adopta el Yo-Narrador y que, como dijo una vez Josep Pla, es el propio de los grandes escritores.
Ignacio Lloret, 20 de marzo de 2022