Reseña de la tertulia de la FPS, 24 de mayo, 2022

La ley del menor, Ian McEwan

Una de las gratificaciones que nos ofrecen los libros, la lectura de libros de calidad, es la interpelación que suponen para nosotros. En concreto, las buenas novelas tienen la virtud de desafiar a nuestras convicciones y a nuestros prejuicios, nos llevan a replantearnos los fundamentos espirituales y morales sobre los que hemos ido construyendo nuestra vida.

Aunque eso puede parecer un ejercicio masoquista, pues a menudo resulta tan incómodo como retirar todos los muebles de la casa para poder limpiarla en profundidad, termina siendo algo placentero además de necesario. Y es que al final de la lectura experimentamos un alborozo intelectual, un agotamiento benigno, la sensación de ser al mismo tiempo más sabios y mejores personas.

La ley del menor discurre por ese camino. Parte de un argumento muy sólido basado en un caso real y, a la manera de las antiguas novelas de tesis del siglo XIX, lo aprovecha para desarrollar un primer dilema: ¿deben prevalecer las creencias religiosas por encima de la ciencia y de sus remedios racionales? ¿A quién debemos obedecer en último término? ¿Cómo debe resolverse ese conflicto?

Como podemos intuir, el autor cuenta desde el principio con un nivel simbólico garantizado, ese horizonte trascendental que se ha mencionado aquí otras veces, con ocasión de otros títulos, y que consiste en una dimensión de ideas, conclusiones, connotaciones y reflexiones que queda más allá del libro, que se abre en la cabeza del lector cuando éste lo acaba. Y si he hablado de un primer dilema es porque, en principio, lo que debe decidirse a través de la protagonista, la jueza Fiona Maye, es si Adam Henry, un joven de diecisiete años enfermo de leucemia, testigo de Jehová igual que sus padres, debe recibir o no una transfusión de sangre sin la cual sus posibilidades de sobrevivir serían muy limitadas. De modo que la historia empieza, se activa y desencadena con un dilema judicial que es a la vez un dilema moral.

Pero el asunto no termina ahí. Lo descrito hasta ahora bastaría quizá para una película mediocre, sería una especie de canción sin puente, sin eso que en música se denomina middle eight. El valor añadido que convierte La ley del menor en una novela destacada es lo que viene después, es el quiebro ulterior, es el elemento paradójico.

Claro, para Fiona es sencillo resolver lo primero, autorizar al hospital, en contra de la voluntad de toda la familia Henry, esa intervención en el organismo de Adam. Gracias a la transfusión pero también a la conversación mantenida con la jueza Maye, el enfermo no sólo sana físicamente, sino que se despoja de la tutela espiritual que han ejercido sus padres sobre él, se libera de una atadura religiosa impuesta por otros y caracterizada por cierto fanatismo. Sin embargo, Fiona, que atraviesa un periodo de crisis matrimonial por la infidelidad de su marido, por la relación de éste con una mujer joven, va a tener que enfrentarse a otra clase de decisiones, a otras formas de interpelación hacia su persona y hacia sus principios, y es ahí donde la novela se desdobla en un segundo dilema que afecta a Maye directamente y que dota a aquélla de su hondura definitiva.

Sí, es entonces cuando aparece el amor. El juvenil y romántico de Adam por Fiona, el confuso y algo maternal de Fiona por Adam, pero también otro que flota por encima de ellos, que los envuelve creando un contexto donde esos sentimientos cobran mayor sentido. Me refiero al amor a la vida manifestado en el acercamiento de ambos personajes al mundo de la música y de la poesía.

A diferencia de otras novelas en las que el elemento afectivo sale a escena de una manera casi rutinaria, forzada, como un factor imprescindible para poder generar la tensión narrativa, aquí ocurre algo distinto. Aquí el amor entra en acción como componente de ese segundo dilema mencionado antes. Aquí el amor reemplaza a la religión del primer conflicto, del caso judicial, es otro tipo de fervor, es una confesión igual de ciega y de intensa, tan irracional como aquélla.

Si la primera colisión se producía entre una creencia espiritual y la confianza en la medicina moderna, ahora el choque que sufre Fiona Maye tiene lugar entre lo que aconseja a otros y lo que hace ella, entre su discurso teórico, esa lección que imparte al joven Adam en el hospital sobre las bondades, ventajas y posibilidades de la vida frente a la muerte, y lo que se permite a sí misma en la suya, entre su fe proclamada en la plenitud de la existencia y las dudas, obstáculos y pretextos con los que se impide a sí misma alcanzar esa plenitud.

Y la prueba de que sucumbe al conflicto, de que no acierta a resolver su propio dilema, no reside en el hecho de que no se vaya con el chico, ni en que no lo instale en su casa como le pide él, sino en que renuncie a tutelarlo, a ampararlo, a seguirlo de cerca, en que prefiera en el fondo mantenerlo a cierta distancia para no contagiarse de su exceso de pasión. La gran contradicción, la incoherencia de la jueza Maye estriba en que salva, anima y empuja a Adam Henry hacia la vida, le arroja en manos de la vida como experiencia grandiosa, pero a la vez, en el momento en que se sabe implicada en la nueva existencia del joven, recula, retrocede, calcula, reserva, contiene, estira los brazos para apartarse de él.

Hay una segunda lectura de todo esto, un segundo aprendizaje para Fiona, la demostración de su evolución como personaje. Ella, que había criticado, despreciado incluso el affaire de su marido por considerarlo frívolo e inmaduro, infantil e inopinado, insensible y desleal, acaba enredada en algo muy parecido. Ella, que se creía por encima de esas veleidades, de esas debilidades de jovencita, acaba por una ironía del destino cayendo en lo mismo.

Pero es verdad que hay un último consuelo para todos en forma de final agridulce. Parafraseando a Cesare Pavese, quien decía que no hay fiesta sin sacrificio, vemos cómo en este caso lo feliz es la reconciliación entre Fiona y Jack, empatados en infidelidades de muy distinta índole, mientras que lo amargo es la muerte de Adam, chivo expiatorio de ese reencuentro.

Lo que viene a continuación es un compendio de herramientas, de técnicas y recursos que hacen posible todo lo anterior. Y es que en literatura las cosas no surgen de la nada, no pasan porque sí, deben justificarse de algún modo.

Por un lado, merece la pena subrayar los elementos rítmicos que emplea McEwan. A través de las referencias constantes a la lluvia, a la música, y de los relatos de distintos casos judiciales resueltos por Fiona Maye o por colegas suyos, va creándose una especie de banda sonora de la historia, una balada de fondo que arropa el argumento y mece al lector.

Por otra parte, el autor logra generar suspense en momentos clave de la novela, sugiere hechos sin contarlos, maneja con audacia las elipsis para conseguir intriga. Así ocurre al principio con esa escena larga donde discurren en paralelo la narración de casos procesales y la ruptura y posterior marcha de Jack; así sucede al final con el concierto que dan Fiona y el abogado Berner cuando ella acaba de enterarse del suicidio de Adam pero el narrador aún no nos lo ha confirmado.

Ah, por no hablar de los diálogos y de las descripciones, de las observaciones y reflexiones intercaladas en el texto, de todas esas lucecitas que titilan en este espacio tan iluminado.

Ignacio Lloret, 6 de junio de 2022